El crecimiento poblacional es evidente en Caño Amarillo. Casi todas las parcelas fueron divididas, algunas en cinco y hasta seis pedazos, de 10 metros de ancho por 10 metros de profundidad, vendidas entre 200 y 400 dólares, “las más baratas del municipio”, explica Cisneros. La mayoría de los habitantes actuales de Caño Amarillo tienen menos de cinco años en Santa Elena. Llegaron, a partir de 2018, desde el sureste del país buscando en la frontera con Brasil alivio para sus urgencias: revender algo: gasolina o comida; conseguir comida para la familia; ir a la mina; descargar o cargar un camión.
“Todo forastero que llega de allá afuera, llega a Caño Amarillo para no pagar alquiler”, explicó Yuly Moreno, vecina de la calle Mariscal Sucre, originaria de Ciudad Bolívar. Ella sacó la cuenta: si pagara 50 a 100 dólares de alquiler por mes, no podría comprarse “ni unas cholas”, es decir un par de sandalias brasileras de entre tres a cinco dólares. Sus pies están cubiertos de arena. “Aquí uno está negrito, pero gordito”.
Caño Amarillo es un arenal. El sol quema. Moreno dice que tiene una “buena casa” en Ciudad Bolívar, pero allá no había trabajo y el dólar y el precio de los alimentos subían a diario. Acá abundan las pequeñas ventas de víveres brasileros, harinas, pasta, granos, embutidos, arroz, leche, café, lo esencial.
Al recordar aquella noche de septiembre, en los testimonios de los vecinos aparecen repetidas veces el mar, las olas, el Titanic. “Eso hacía como unos remolinos, unas olas, yo decía, esto es fin de mundo”, expresó Cisneros. “Parecía Titanic, eran olas horribles”, dijo Moreno. “Esto era como cuando una playa está alborotada, subían las olas y bajaban las olas”, recordó Deyivis Hernández.
Las calles Mariscal Sucre y Simón Rodríguez eran ríos crecidos. En Caño Amarillo las calles llevan los nombres de próceres o de figuras bíblicas como Enmanuel, Jesús de Nazaret. Las casas son en su mayoría de tablas o láminas, sobre las puertas se lee “La sangre de Cristo tiene poder” o “Si Cristo vive, nosotros también vivimos”.
Cisneros advirtió que desde 2017 no se hacía el mantenimiento del canal de drenaje, una zanja cavada por el extremo este del asentamiento para recoger el agua y vaciarla en el caño que da nombre a la barriada. “La última vez que se hizo fue en 2017, lo hizo la Gobernación del estado Bolívar”. En 2021, “cuando las primarias del PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela), se lo dije al mayor Pérez”, uno de los precandidatos. Aseguró que se lo advirtió también al alcalde Manuel de Jesús Vallés, cuando visitó la zona en diciembre de 2021, después de ganar las elecciones.
Comentó que Alexander Márquez, fundador de Caño Amarillo, también denunció en redes sociales el colapso del drenaje, tomando como referencia el deterioro de la base del poste que sostiene un transformador. Era su manera de advertir que el drenaje estaba tapado, que el agua corría por las calles cada vez que llovía, que tarde o temprano se inundaría el barrio.
La lideresa comunitaria relató que el agua corrió por los patios en donde las familias han cavado aljibes, perforaciones de agua para el consumo, y sépticos de aguas negras, manteniendo la mayor distancia posible. Ella tiene su aljibe protegido por varias hileras de bloques, pero muchos de sus vecinos no. “Yo me imagino que tuvieron que limpiarlos”, dice. Aun así, proliferaron las diarreas y alergias.
Después de las inundaciones, la Alcaldía comenzó a limpiar el drenaje, se sustituyó el tubo de concreto por uno de mayor grosor. Según Cisneros, el trabajo es lento porque la maquinaria de la Alcaldía es vieja, avanza 20 metros y vuelve porque el agua regresa la arena. En su opinión, el trabajo se está haciendo al revés, de abajo a arriba. A finales de abril de 2023, tras varias horas de lluvia, Brisas de Dios, una barriada aledaña a Caño Amarillo, se inundó. No hubo víctimas ni pérdidas materiales. En ese momento, la Alcaldía retomó el trabajo del canal que se había paralizado, según han denunciado fuentes consultadas, por las constantes fallas de la máquina.
La parcela número 19, en donde vivía la familia del niño que murió en la inundación de septiembre, se encuentra a no más de 50 metros del canal de drenaje y del árbol en donde se fijó un cartel que marca un límite: Comunidad Indígena de Sampay, Sector 6. Sobre la barraca en donde vivían se lee “Iglesia Cristiana Fiel de Jesucristo”.
Soxger Rojas, propietario de esa parcela, es un hombre de 62 años con más de 30 de servicio como seguridad en el hospital local. Contó que fue él quien les ofreció a los padres del niño que habitaran una de sus dos barracas, “porque los encontré viviendo allá, en aquel monte” y señala un morichal.
Yisleidi Hernández, la mamá, regresó a San Félix, a 589 kilómetros de Santa Elena. El padrastro, de nombre Alejandro, viaja con frecuencia a Santa Elena para trabajar. “Ya está listo ya, ya eso pasó, estamos tratando de superar eso y no quiero revivir esos momentos”, dijo al ser contactado.